MARADONA
Diego, contra la prensa y contra toda rotulación pretendidamente definitiva, hizo su propio canto y fue edificante. Narró sus hazañas con su voz única, siempre más iluminada que los relatos que intentaron robarla. Fue nuestro héroe en tiempo real. Hoy, una vez más, quedamos huérfanos, dice Pablo Semán.
En el juego, que es antes que nada una puesta en acto de los dramas humanos, y por la magia en que inventaba espacios y multiplicaba energías, Diego movilizaba con su ánimo todos los ánimos. Capitán en la adversidad eterna, recordaba en esa ética a los espíritus que han hecho la historia de una época. No hay que ir a sus compromisos políticos para apreciar la fuerza que nacía de un corazón enorme: estaba desde el inicio, por ejemplo, en la foto que lo retrata púber consolando al jugador del equipo derrotado. Fue el que luego sostuvo a sus compañeros y, en secreto, a decenas de futbolistas que estuvieron en la mala. Por todo eso se ganó el corazón de generaciones de jugadores que llevan su nombre, le pidieron firmas para su camiseta, se enorgullecieron de haber perdido jugando contra él. Y, digámoslo sin comentarios, fue la oportunidad para el llanto y el amor de los hombres que no lloramos ni amamos a otros hombres. ¿Nos lloramos a nosotros? Sí. A condición de entender que nos lloramos en el espejo de un país tan roto, vaciado y enfrentado que reconocerse bueno necesitaba del manto de paz que nos ofreció a todos. Eso lloramos: la muerte de todo lo buenos y mejores que pudimos ser.
Si por un momento logramos separar lo lúdico en sí mismo, nos encontraremos con una verdad de la experiencia humana: la dialéctica entre presencia y ausencia, la pura diversión que llama al mismo tiempo a la risa y al asombro. ¿Qué es lo que habita ahí? Richard Hoggart decía que la suerte y lo aleatorio eran para la clase obrera un plus de vida que hacía presente lo divino en la vida cotidiana. En ecuaciones espaciales sólo posibles de resolver con su inteligencia kinética, Maradona lograba el mismo efecto que la suerte: en el juego de presencias y ausencias hacía que el aquí y ahora fuese habitado por la belleza que probaba la existencia de Dios para cada uno de los mortales. Lo que se dice un ángel, que, técnicamente son los mediadores entre lo divino y lo humano.
Imaginé varias veces que a sus 66 años, en el mundial de 2026, una selección argentina lo incorporaba para patear un tiro libre en una eventual final. Esa inmortalidad no será. Será otra: vivirá para siempre con sus contemporáneos. Es nuestra versión de la noticia que tardará en hacerse tolerable. Una vez más somos huérfanos.
Diego fue nuestro héroe en tiempo real. Vivimos el tiempo de sus hazañas y él las narró con su propia voz, siempre más iluminada que los relatos que intentaron hacerla propia, robarla. Y en esa lucha, que será eterna, no sólo hay que ver las capturas siniestras del “sistema”, la industria cultural, los aparatos políticos, el deporte masificado. Los propios cientistas sociales que nos regodeamos con La belleza del muerto, magnífico texto de Michel de Certeau, para decir que la indagación de lo popular es policial, parasitamos en el barro de la prensa testimoniando savoir sobre ídolos y santificaciones populares. La cosificación que faltaba, en vez del diálogo deconstructor para remover las lápidas que encarcelan a una trayectoria. ¡Que venga el poeta por favor y escriba toda vez que sea necesario tu último verso! Pero tal vez no haga falta. Diego, contra la prensa y contra toda rotulación pretendidamente definitiva, hizo su propio canto y fue edificante. Transmite la imagen de la lucha que casi todos, alguna vez, nos dignamos dar: la necesaria para que haya algo que no esté tocado por la muerte.